El plenilunio, algunas noches, es un pescador con su caña echada sobre el agua de Madrid y nosotros peces que mordemos su belleza totémica. Le gusta pescar, especialmente, en los alrededores del templo de Debod, donde la ciudad baja el volumen de su presencia como respeto de lo que pudo ser algo sagrado, donde se curva el meandro de las noches de estampida por la fachada oeste y suelen rebotar, como salmones sin ojos, bancos de borrachos. Los ríos de pasión se deshielan en los bares y fluyen las parejas, hechas sed de desembocadura, pendiente abajo hasta cualquier banco del Paseo Pintor Rosales donde se suele follar como si mañana no abriese la vida. Los amantes pican con más frecuencia en el plenilunio, pues la cola de lagarto del orgasmo que les corre por el cuerpo les hace bajar todas las defensas. Con el día joven, el templo sirve de lugar al que peregrinar si la plaza de España te arroja. A algunos les gusta leer a poetas que ya no son simbolistas pero emplean símbolos (piedras hechas con la canción del destino) como si se hubieran sentado en el centro del modo de producción asiático; otros agudizan el oído para intentar escuchar cantos de una guerra truncada, que una vez bajaron de la Gran Vía durante un invierno que levantó la cabeza; hay otros a los que el amanecer por aquí les pilla de espaldas en una fiesta sorpresa y otros que buscan el amanecer aquí porque suelen encontrar pelotas de baloncesto abandonadas antes de despedirse y otros objetos maravillosamente desubicados. El día adecuado puedes toparte sacrificios a alguna tenebrosa deidad suplicándole algo de poder (el último sacrificio documentado fue un cubo de sardinas). Las escaleras serpenteantes que bajan del templo dicen con su forma que les gusta ser bajadas de dos maneras: o con la ilusión de darle unos minutos al curioso escaparate de esa tienda de Bomberos de la calle Arranza o facilitando huidas de la policía.
viernes, 31 de octubre de 2008
TEMPLO DE DEBOD
El plenilunio, algunas noches, es un pescador con su caña echada sobre el agua de Madrid y nosotros peces que mordemos su belleza totémica. Le gusta pescar, especialmente, en los alrededores del templo de Debod, donde la ciudad baja el volumen de su presencia como respeto de lo que pudo ser algo sagrado, donde se curva el meandro de las noches de estampida por la fachada oeste y suelen rebotar, como salmones sin ojos, bancos de borrachos. Los ríos de pasión se deshielan en los bares y fluyen las parejas, hechas sed de desembocadura, pendiente abajo hasta cualquier banco del Paseo Pintor Rosales donde se suele follar como si mañana no abriese la vida. Los amantes pican con más frecuencia en el plenilunio, pues la cola de lagarto del orgasmo que les corre por el cuerpo les hace bajar todas las defensas. Con el día joven, el templo sirve de lugar al que peregrinar si la plaza de España te arroja. A algunos les gusta leer a poetas que ya no son simbolistas pero emplean símbolos (piedras hechas con la canción del destino) como si se hubieran sentado en el centro del modo de producción asiático; otros agudizan el oído para intentar escuchar cantos de una guerra truncada, que una vez bajaron de la Gran Vía durante un invierno que levantó la cabeza; hay otros a los que el amanecer por aquí les pilla de espaldas en una fiesta sorpresa y otros que buscan el amanecer aquí porque suelen encontrar pelotas de baloncesto abandonadas antes de despedirse y otros objetos maravillosamente desubicados. El día adecuado puedes toparte sacrificios a alguna tenebrosa deidad suplicándole algo de poder (el último sacrificio documentado fue un cubo de sardinas). Las escaleras serpenteantes que bajan del templo dicen con su forma que les gusta ser bajadas de dos maneras: o con la ilusión de darle unos minutos al curioso escaparate de esa tienda de Bomberos de la calle Arranza o facilitando huidas de la policía.
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